Hoy en día, es fácil escuchar en todas partes el asunto de llevar a los padres a una residencia, por falta de tiempo, por falta de ganas, o por no tener “habilidad” para “bregar” con ellos; de hecho, últimamente lo escucho más que nunca, cerca de mí, ya que a medida que nosotros nos hacemos mayores, nuestros amigos también, y por ende sus padres. Y ante esto, he de decirlo: me desagrada muchísimo este tipo de conversaciones.
Sé que las residencias son lugares prácticos llenos de profesionales que pueden ayudar a nuestros seres queridos a sentirse mejor ante esos momentos de enfermedad o incapacidad que se les presenta en la vida… Sin embargo, no paro de pensar que hacer eso sería cómo si a mí me hubieran mandado de bebé a que me criaran las de la guardería, y eso me duele. Me duele imaginar que, en mis momentos más débiles, mis padres no estarían ahí para mí, sino que estarían unos desconocidos que solo hacen su trabajo y que no pueden permitirse consolarme a mí como un solo bebé, porque tienen cientos más.
Lo peor es que hace poco, la conversación surgió en mi propia familia, concretamente en una comida familiar. Mi padre llevaba meses desorientado. Mi madre se caía con frecuencia. Yo estaba agotado, sin dormir bien, trabajando a ratos, sin espacio para mí, y entonces, mi hermano lo soltó: “Quizás lo mejor sería buscar una residencia buena. Que estén atendidos. Que tú descanses”. Automáticamente, me fui al baño y me puse a llorar desconsolado. Me sentí culpable por pensar si quiera que necesitaba descansar, sentí que, por mi culpa, se había abierto un debate que no quería ni plantearme. Al fin y al cabo, era yo quien me ocupaba de ellos. Él se iba a trabajar fuera y venía tarde, y la carga era mía, pero no me gustaba para nada esa solución.
Esa noche no dormí, y entonces me di cuenta: la residencia no era lo que yo quería, ni lo que ellos querían. Era una opción por inercia. Una que dolía solo de imaginar. Así que, antes de decidir cualquier cosa, me senté con ellos. Les pregunté cómo se sentían. Qué necesitaban. Qué les daba miedo. Qué les gustaría.
Mi madre dijo: “Quiero estar en casa, aunque me caiga”. Mi padre solo dijo: “No me llevéis a ningún sitio”. Y con eso me bastó.
Entonces empecé a estudiar. ¿Qué implicaba cuidarlos aquí? ¿Podía adaptar la casa? ¿Pedir ayuda? ¿Hacerlo viable?
Adaptar la casa fue más fácil de lo que imaginaba.
Lo primero fue mirar el baño. Antes de que pasara una desgracia, instalé una barra de apoyo en la ducha y una silla plegable antideslizante, que no costó ni 60 euros. También cambié la alfombrilla por una de goma con ventosas y coloqué un suelo antideslizante adhesivo que encontré en una tienda online.
Después, moví muebles del salón para dejar más espacio libre. Quitamos la alfombra, pusimos un sofá más bajito y les acerqué una mesa auxiliar con cajoncitos donde tienen todo a mano: gafas, pastillas, pañuelos, sus libros. Mi padre se emocionó. Dijo que le gustaba más el salón así. Más “respiro”.
El siguiente paso fue contactar con Cuidaria, para hacerme con una cama articulada de alquiler, con colchón antiescaras. El precio fue asumible, mucho más que lo que cuesta una plaza privada en una residencia, y encima le cambió la vida a mi madre, que duerme mejor, se levanta con menos dolor y ya no tiene miedo a quedarse atrapada si no puede incorporarse.
Tuve que aprender a cuidarles sin hacerme daño.
Una de mis mayores preocupaciones era cómo ayudarles a moverse sin lesionarme. Soy delgado y ellos pesan más que yo, así que me apunté a un taller básico de movilización que daban en una asociación de cuidadores de mi zona. Fue gratuito y muy útil: me explicaron cómo usar mi propio cuerpo como palanca, cómo girarles en la cama, cómo transferirles de la cama a la silla sin cargar con todo su peso.
También compré una silla de ruedas ultraligera para mi padre, que solo necesita usarla a ratos, y un andador con asiento para mi madre, que ahora va más segura por casa. De hecho, fue hasta gracioso, porque mi madre incluso lo ha tuneado con cintas de colores y una bolsa con flores.
Cómo transformé las comidas en momentos de tranquilidad.
Antes, comer era una fiesta en casa. Ahora, con sus problemas de masticación y digestión, se había vuelto un drama. Así que me adapté.
Cocino en tandas. Dejo sopas, cremas y purés listos. Uso una batidora de vaso potente para hacerles smoothies con proteínas, fruta, yogur. Y hago las comidas más importantes al mediodía, cuando están más despiertos.
No les obligo a comer como antes. Respeto sus tiempos, sus gustos, sus días buenos y malos. Me siento con ellos, aunque yo ya haya comido. A veces les pongo música mientras comen. O les leo en voz alta. No es rápido, ni práctico, pero sí bonito.
El tiempo para mí, lo más difícil, pero no imposible.
No te voy a mentir: al principio me perdí en el cuidado. Me olvidé de mí, hasta que un día colapsé.
Entonces empecé a pedir ayuda. Contacté con una asistenta domiciliaria por horas, que viene tres días por semana y me permite salir, ir a caminar, hacer recados o simplemente quedarme sola con un té. También contraté a una persona que viene a limpiar a fondo los sábados. Así puedo dedicar ese día a descansar, ordenar papeles, o dibujar, que tanto me ayuda.
Aprendí a no sentirme culpable por descansar. Porque si yo me rompo, no puedo sostener nada. Y porque mis padres no quieren que me pierda por cuidarlos: quieren verme vivo, entero, y presente.
¿Por qué no me gustan las residencias?
Quizá en este punto ya no importe mucho, porque puede que pienses que fuera una idea basada sobre todo en mis propias emociones, o porque imagines que fue porque ellos mismos rechazaron la idea de las residencias: sin embargo, a mí ya me gustaban poco de antes.
Lo cierto es que hace un tiempo, cuando mi abuela vivía, pude experimentar de primera mano la experiencia de la residencia y pude hacerme una idea de cómo sería: eran muy limpias, con profesionales estupendos, pero todas me transmitían una sensación de tristeza difícil de explicar. Un silencio que no era calma, sino abandono. Miradas que se perdían en pasillos idénticos, televisores encendidos a todo volumen a las tres de la tarde. Horarios marcados. Camas alineadas. Cuerpos sentados, esperando no sé qué.
Y esa sensación constante de “tiempo prestado”. Como si todos estuvieran allí de paso, pero sin vuelta atrás.
No vi a nadie acariciar a alguien con cariño. No olía a guiso, ni a ropa tendida, ni a colonia familiar. No escuché risas ni discusiones de sobremesa. Era todo demasiado ordenado. Demasiado impersonal.
No digo que todas sean así. Pero ninguna era para mis padres. Ninguna me convencía lo suficiente como para separarlos de su sofá, de su patio, de su mundo.
Conclusiones con las que puedes quedarte.
No te lo endulzaré: cuidar a tus padres en casa es duro. A veces lloro, a veces me frustro, otras veces me pregunto cuánto tiempo podré sostenerlo… Pero también hay días de ternura absoluta, momentos que no cambiaría por nada, como cuando mi padre me dijo: “Gracias por no llevarnos a ningún sitio”. O cuando mi madre me besó la mano y me llamó “su padre chiquitito”, o cuando nos reímos juntos porque se nos quemó la comida y acabamos pidiendo pizza.
Hay mucha vida en lo cotidiano. Y yo me niego a que sus últimos años sean una despedida silenciosa. Al fin y al cabo, aquí, en casa, siguen siendo protagonistas, y eso les permite seguir siendo ellos.
Sé que la dependencia aumentará. Que quizás llegue un día en que necesiten cuidados médicos más intensivos. Pero ya tengo hablado con el centro de salud que nos asignen una enfermera a domicilio si hace falta. Hay servicios públicos que, aunque lentos, existen. Hay unidades de cuidados paliativos que vienen a casa, y hay asociaciones de ayuda, así que puedo optar a muchas soluciones.
También tengo preparado un testamento vital, por si llega el momento en que haya que tomar decisiones médicas difíciles. Lo hablé con ellos. Fue duro, pero necesario. Porque el amor también es eso: cuidar hasta el final, como ellos cuidaron al principio.
Por todo esto, no los llevaré a una residencia.
Porque ya he encontrado la forma. Porque, con esfuerzo y cariño, este hogar puede seguir siéndolo hasta el último día. Porque no necesito que estén en un lugar “seguro” si eso significa alejarlos de lo que aman. Porque quiero mirarlos y saber que hicimos esto juntos.
Y porque el día que ya no estén, quiero quedarme con el corazón roto, sí, pero no con remordimientos. Con la certeza de que les ofrecí lo mejor que pude: su casa, su familia, su dignidad y mi compañía.