Cuando mi hijo me dijo que quería estudiar fuera y vivir en una residencia de estudiantes lo primero que sentí fue un nudo en el estómago: sentía una mezcla de orgullo, miedo, ilusión y vértigo, porque, por un lado, sabía que estaba dando un paso importante hacia su independencia, pero por otro, no podía evitar pensar en todas las cosas que podían salir mal, así que me preguntaba: ¿Comerá bien? ¿Sabrá organizarse? ¿Tendrá tiempo para estudiar? ¿Se sentirá solo?
Y si estás leyendo esto, probablemente tú también estés en ese punto, y créeme: te entiendo.
No importa si tu hijo tiene 18 o 21 años, ni si es responsable o despistado; la sensación de dejarles “volar” siempre es intensa, pero después de haber pasado por ello, quiero compartir contigo algo que ojalá me hubieran dicho a mí: va a estar bien ¡De verdad! Hay muchas más cosas funcionando a su favor de las que imaginas.
Aclarando cosas: la residencia no es un piso de estudiantes… y eso es algo muy bueno
Una de las cosas que más me tranquilizó fue darme cuenta de que las residencias de estudiantes no tienen nada que ver con esa imagen desordenada y caótica que solemos tener de los pisos compartidos.
Desde el personal de recepción, que muchas veces está disponible las 24 horas, hasta los responsables de mantenimiento, limpieza o seguridad, todos están pendientes de que el entorno sea seguro, cómodo y adecuado para que los jóvenes estudien, descansen y socialicen. ¡No es sólo un lugar donde dormir! Es una especie de comunidad en la que tu hijo no está solo en ningún momento.
Además, muchas residencias tienen normas básicas de convivencia, horarios y servicios comunes que ayudan a crear una rutina, y aunque parezca una tontería, te dará mucha estabilidad. Comer a la misma hora cada día, ver siempre a gente en los espacios comunes, y saber que hay alguien a quien acudir si surge un problema hará que el proceso de adaptación sea mucho más llevadero.
Aprender a ser independiente sin estar desamparado.
Hay una línea muy fina entre independizarse y sentirse abandonado, y creo que las residencias logran un equilibrio muy interesante. Por un lado, tu hijo va a empezar a tomar sus propias decisiones: qué come, cuándo estudia, si sale o no, cómo gestiona su tiempo… Pero al mismo tiempo, va a tener una red de apoyo alrededor.
Asimismo, muchos centros universitarios ofrecen incluso acompañamiento psicológico gratuito o a bajo precio para estudiantes, actividades culturales, talleres de gestión emocional o mindfulness, y hasta orientación académica personalizada. Todo eso está ahí, y nos tranquiliza, aunque ellos no lo descubran hasta que lo necesitan.
En mi caso, cuando mi hijo tuvo su primera semana de exámenes, se sintió un poco desbordado. No por el temario, sino por la presión; y fue él quien decidió pedir ayuda y apuntarse a unas sesiones de técnicas de estudio que ofrecía la universidad. Le vinieron de maravilla, y sinceramente lo agradecí, ya que yo no habría sabido cómo ayudarle desde casa.
No, no va a vivir en el desorden total.
Una de mis obsesiones al principio era la ropa ¡Y no lo digo en broma! Tenía miedo de que se le acumulase la colada durante semanas, de que no supiera cómo se manejaba una lavadora o de que acabase usando camisetas mojadas porque no tenía paciencia para esperar a que se secaran. Pero me encontré con una sorpresa.
Hoy en día muchas residencias están conectadas con servicios de lavandería muy modernos. En el caso de la suya, usaban una aplicación de Lavatur: a través del móvil podían ver qué máquinas estaban libres, reservar su turno y hasta pagar desde ahí. Las instrucciones eran sencillas, y en cuestión de minutos tenía la ropa lista para lavar. Además, como eran lavadoras industriales, podía meter más cosas de una vez, lo cual también ayudaba a que no lo dejara todo para el último momento.
Y respecto al orden, las reglas estaban claras: tenía que compartir habitación, mobiliario y pasar una serie de pruebas que regularizaban que todo estaba en orden, así que no podía tener todo patas arriba a pesar de que no limpiara tanto como quisiéramos: la universidad era estricta, y yo quedé mucho más tranquila.
Comen mejor de lo que imaginas.
Otro tema que me quitaba el sueño era la comida. Yo pensaba que iba a sobrevivir a base de pizza congelada, fideos instantáneos y bocadillos, pero no fue así.
En muchas residencias hay comedor, con menús equilibrados y pensados para cubrir las necesidades nutricionales de estudiantes que tienen jornadas exigentes. En otras, como en la de mi hijo, tienen una cocina compartida y tiendas cerca, por lo que aprenden a hacer la compra, guardar la comida en fiambreras y, lo que más me sorprendió… ¡a cocinar cosas decentes!
De hecho, hubo una noche que me mandó una foto de un plato de lentejas, de verdad, con su chorizo, sus verduras y todo. Me emocioné casi tanto como el día que aprendió a montar en bici ¡Fue genial! Quizá en casa no lo habría logrado, así que una vez más, agradecí la decisión que tomamos juntos.
Las amistades que hacen también son parte del aprendizaje.
Las residencias fomentan mucho la convivencia: hay actividades, cenas temáticas, noches de juegos, cine, deporte… Y aunque no todos participen siempre, ese ambiente ayuda muchísimo a que no se sientan aislados. Al final, compartir experiencias con otros chicos y chicas que están viviendo lo mismo crea una especie de complicidad que tú, como madre o padre, no puedes ofrecerles desde casa.
Mi hijo me habló con mucha ilusión de su grupo de amigos, de las conversaciones a medianoche en la cocina, de los paseos improvisados cuando necesitaban despejarse. Incluso me dijo que uno de ellos le ayudó a estudiar una asignatura difícil, y a cambio él le enseñó a cocinar tortillas. Así se van construyendo redes de apoyo que van mucho más allá de la parte académica.
Cabe destacar que otro punto que puede preocuparnos respecto al espectro social, es el tema del bullying; sin embargo, hoy en día también se está poniendo más atención en el tema y se están implantando protocolos eficientes que pueden hacernos respirar al pensar en el sistema de educación.
¿Y si enferma?
Es otra de las preocupaciones más comunes. “¿Y si se pone malo y no hay nadie cerca?” También lo pensé; pero te aseguro que, si algo tienen bien resuelto las residencias actuales, es ese tipo de situaciones.
Casi todas están en contacto con centros médicos cercanos o tienen un protocolo claro para emergencias. Algunas incluso tienen un pequeño botiquín básico a disposición de los residentes o les ofrecen información sobre cómo acceder al sistema de salud de la zona. Si necesitan atención médica, siempre hay alguien que puede acompañarlos, ya sea un responsable del centro o un compañero. Y, si la cosa es leve (un resfriado, un dolor de cabeza…), suelen apañárselas bien con lo que tienen.
A mi hijo le dio fiebre un domingo por la tarde. Me escribió, medio derrotado, diciéndome que no podía ni levantarse. Le dije que tomara paracetamol, pero él ya lo había hecho. Su compañera de pasillo le había preparado una infusión y le dejó una mantita ¡Y al día siguiente, estaba mucho mejor!
Yo estuve todo el día con el corazón en un puño, claro, pero también me di cuenta de que no estaba solo.
Lo más importante: confiar.
Sé que da miedo, pero también debes saber que el crecimiento de tu hijo implica arriesgar un poco, equivocarse, adaptarse y aprender a buscar soluciones, y vivir en una residencia de estudiantes puede ayudarlo mucho a avanzar en todo este proceso: de hecho, puede llegar a ser una experiencia transformadora.
Allí, tu hijo va a empezar a ser adulto, a su manera, y con sus tiempos, y tú también vas a tener que aprender a acompañarle desde otro lugar ¡Y también vas a cambiar! Pero créeme, si logras ver todo esto desde una perspectiva positiva y constructiva, todo será mucho más llevadero. Además, si sientes que no estáis preparados, siempre puedes pedirle a tu hijo que escoja una universidad más cercana para que puedas ir a verlo con regularidad, o pedirle que venga a dormir varias veces por semana a su casa. Lo importante es saber adaptarnos y poder llevarlo en condiciones, sin forzar, y ver los cambios como algo bueno (siempre que no se metan en líos preocupantes sin tu supervisión, claro está).
Cuando vuelven a casa, ya no serán los mismos.
Y eso es lo más bonito: cuando vuelven por primera vez después de unos meses, lo notas.
Han crecido, y también hablan de otra forma, te cuentan las cosas con más perspectiva, y han empezado a mirar el mundo con sus propios ojos. Yo a veces me descubro escuchándole con asombro, como si fuera otra persona, pero no: es el mismo, solo que ahora tiene más conocimiento y más independencia. Saber que la residencia fue parte de ese cambio me hace sentir agradecida.
Así que, si tu hijo está a punto de marcharse o ya se ha ido, respira hondo. Llora si lo necesitas, pero no lo vivas como una pérdida ¡Es el principio de algo muy grande! Y tú sigues formando parte de eso, aunque ahora desde la distancia.